miércoles, 26 de abril de 2023

Un acto épico

 (Cuento)


Este relato podría empezar como alguna historia brotada de los confines del tiempo, contagiada de voz en voz por bardos perdidos en los caminos. Leyendas de guerreros sacrificando sus vidas por algo heroico, pueblos venciendo invasores, hombre alcanzando nuevos horizontes, logrando lo jamás logrado. 

Pero no. 

Hay batallas cruentas de las que nunca nos enteraremos, y actos épicos que cambian destinos sin que seamos conscientes. Este en particular, comienza así:

Lorena se retiró del consultorio sin mover la pluma de lugar.

Lorena había pasado por muchos consultorios como ese, y de cada uno se había llevado un diagnóstico distinto. Ninguno le había dado mucho alivio a sus “síntomas”. Ni siquiera la habían acercado un ápice a la normalidad que sus padres pretendían para ella. Sus bienintencionados, asfixiantes y acomodados padres. Sabía que tener padres pobres le habría evitado todas las consultas y terapias que habían experimentado sobre ella. Los perseguía la culpa de pensar que tal vez no estaban poniendo suficiente dinero en resolver el problema de su pobre hijita. Que siguieran intentándolo, de todos modos, no solían preguntarle a ella qué opinaba al respecto.

La mujer al otro lado de escritorio hablaba en voz pausada y profesional. Al menos no era condescendiente, punto a favor de la doctora. En un flujo interminable de palabras, repetía lo que ya otros especialistas habían dicho antes, pero con menos soberbia. Otro punto más. 

Sus palabras eran azules y de textura lustrosa. Sabían a cuando se lame el yogur de la tapa de aluminio. Volvía una y otra vez sobre la cuestión del espectro autista, tengamos en cuenta que cada caso tiene sus propias características. De hecho, es muy pronto para diagnosticarla dentro del espectro. No nos conviene encasillar a Lorena, sino encontrar qué es lo que funciona mejor para ella. 

- ¿Y con sus… ataques? ¿Hay algo que podamos hacer sobre eso?

- Aparentemente, los episodios que me describieron se corresponderían con reacciones obsesivo-compulsivas, pero lo sabremos mejor cuando…

- Pero, ella sabe, doctora. Y eso la angustia mucho. ¿Cómo es que sabe? ¿Cómo puede saber?

- El cerebro registra mucha más información de la que somos conscientes, la asocia, y nos hace llegar a determinadas conclusiones o sensaciones. Eso es común, y es lo que popularmente llamamos intuición. En el caso de ella, aparentemente ese mecanismo ocurre con mucha mayor…

- ¿Pero qué nos recomienda que hagamos? ¿Qué debemos hacer cuando ella dice… lo que dice?

- Antes que nada, deben entender que no todo lo que ella dice cuando entra en estos estados es algo que efectivamente vaya a ocurrir. Y ella también tiene que entenderlo, gran parte de la ansiedad que se desata en estos episodios seguramente se origina en esta sensación de fatalidad.

La doctora perdió los dos puntos que se había ganado. Sus palabras azules atravesaban como guirnaldas la habitación, mientras las preguntas verdes y pegajosas de su madre se salpicaban por aquí y por allá, dejando un tufo a anisado por doquier. Sinestesia, u otras de las maravillosas consecuencias de tener el cerebro mal cableado. 

Y ahí estaba la pluma. No era una birome, no era un bolígrafo, no era una lapicera. Era una estilográfica. De esas que te regalan cuando obtenés un título en una universidad cara. Y su punta de metal en ángulo, filosa, con una gota diminuta de tinta descendiendo por su ranura. No podía verla, obviamente, porque tenía el capuchón puesto. Pero ahí estaba, un arma sedienta, a la mano de cualquiera que quisiera usarla. Si tan solo estuviera 5 centímetros más lejos del borde. Apenas 5 centímetros, incluso 3 serían suficientes si el sujeto fuera relativamente bajo. Sentía el borde de la pluma como un rasguño sobre un pizarrón. Un escorpión con su aguijón alzado, paseándose entre ellos, y Lorena era la única que lo veía. Sabía que ella era la única persona en la habitación capaz de entender la letalidad del objeto, y eso lo hacía aún más angustiante. No pudo evitar una crispación repentina cuando imaginó la facilidad con la que el filo de ese metal podía rasgar la piel de su cuello. Estaba por empezar otro “episodio”. 

Cuatro minutos y veintiséis segundos y la sesión terminaba. Podía aguantar ese tiempo. Las gotas de sudor que se formaban en su nuca la hicieron dudar. Mientras los demás no lo notaran, el brote no habría ocurrido. Solo disimular, nadie esperaba que ella hiciera nada, así que con no hacer nada era suficiente. 

Si al menos alguien corriera por casualidad esa pluma de mierda. ¿Quién tiene un objeto como ese en su escritorio? Pensar en lo que se escondía debajo del capuchón le generaba un ruido en su mente agudo como un rotor oxidado. Un torno escarbando una caries. Como acero rozando hueso. Apenas lo podía soportar. Mientras no comenzara a golpearse los oídos para apagar el ruido, iba a estar bien. Tres minutos cincuenta y ocho. Su padre dijo algo. Algo marrón, con olor a tabaco y a madera, y ella se pudo calmar un poco. Ojalá dijera algo más. La voz grave y mullida de su padre solía calmarla. Tal vez sí sobreviviría los tres minutos cuarenta y dos que faltaban. Si tan solo alguien la moviera de su lugar. La humedad en sus manos era pegajosa, roja y metálica. Le daba asco, pero no se secó las manos porque sabía que el mínimo movimiento desataría una reacción en cadena que no podría detener. Parpadeo varias veces cuando imaginó la punta de metal presionando su cornea justo por delante de su pupila. Ese movimiento sutil de los párpados estuvo a punto de hacerla perder el control. Presionó más los brazos contra sus costados, para evitar cualquier movimiento involuntario. Su madre seguía rociando su parloteo verdoso por todo el lugar, casi podía sentirlo chorreando del techo y las paredes. Y la estilográfica allí agazapada, como una cobra, midiéndola, a punto de atacar. Esa pluma era un depredador que hoy iba a alimentarse. Podía detenerlo, pero al mismo tiempo, no quería, no debía. Tal vez fuera como decía la doctora, todas esas imágenes que su mente escupía no eran presagios de nada. Eran fallas de fábrica de un cerebro que no debiera haber pasado las pruebas de calidad. Y sin embargo…

Se permitió el movimiento para agarrar una mano con la otra, para evitar abalanzarse y tirar la pluma por la ventana. No habría dejado una buena primera impresión en la nueva psiquiatra. ¡Cómo si eso importara! Probablemente no habría una próxima sesión. Dos minutos treinta y seis. 

- Bueno, si les parece bien, nos vemos el próximo martes. Cualquier cosa, tiene mi celular, no duden en llamarme.

La despedida de la médica se desplegó como una cinta que lánguidamente se dejaba caer. Faltaban dos minutos veinticuatro. Generalmente, le molestaba que las cosas ocurrieran antes o después de lo que debían ocurrir, pero esta vez el alivio de irse fue más fuerte.

Sus padres apretaron la mano de la doctora. Se estremeció cuando vio sus manos uniéndose unos centímetros por encima de la pluma. Le dio la mano a su vez, mirando fijamente el piso y aguantando la respiración. Te todas maneras, nadie esperaba que Lorena mirara a los ojos. Sintió una descompresión atmosférica cuando salieron de la consulta y pasaron a la sala de espera. Por un momento, pensó que se le iban a aflojar las rodillas, pero se mantuvo en pie. Había alguien sentado allí. El siguiente paciente los saludó lacónicamente. Tenía la voz de un negro brillante y adhesivo. Como alquitrán. Sus padres respondieron, ella no. Ella se quedó mirándolo fijamente. El hombre le mantuvo la mirada, hasta que se metieron en el ascensor. Mientras la puerta se cerrada, le sonrió y saludó con la mano. Lorena ahogó un grito. Sus padres no parecieron escucharla, o la ignoraron como lo hacían con muchos otros ruidos involuntarios que ella emitía. 

Esa sonrisa. Había algo en la forma en que los músculos se contraían alrededor de la órbita de los ojos. No era congruente, y a ella le dolían físicamente las incongruencias. El próximo paciente en la sala de espera tenía callos de tenista en sus manos. Un brazo derecho fuerte. El lóbulo parietal de Lorena comenzó a calcular probabilidades y tiempos, frenética e involuntariamente. El incidente ocurriría dentro de doce minutos y cuarenta y tres segundos. El instrumento se introduciría en el oído izquierdo de la médica. El primer golpe no sería suficiente, y solo le causaría dolor y confusión. El segundo haría que la punta llegara más profundo. Si tan solo estuviera cinco centímetros más lejos del borde del escritorio. Con cuatro hubiera sido suficiente.

Ya en el estacionamiento, se sintió orgullosa. Había evitado tener un ataque. Había pasado toda la sesión sin tocar la estilográfica ni una sola vez. Cada fibra de su cuerpo se lo pedía, pero ella resistió. Lorena se retiró del consultorio sin mover la pluma de lugar. Y eso, de por sí, fue un acto épico.

FIN

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