martes, 22 de octubre de 2013

Estreno

Después de todo, antes de todo, en un segundo que no importa si vuela o si se extiende en la eternidad, el mundo frena un rato.

Frente a la estación de Mashwitz, en un cine derrumbado que un grupo de gente joven con la voluntad grande como el mundo entero volvió a levantar, hoy hay estreno. En la entrada venden pizza casera y gaseosas. Es de noche, pero no hay más techo que unas vigas de metal que resistieron estoicamente los años de abandono. No hace falta más nada, es una noche cálida de octubre, una noche de las lindas.

Se prenden las luces del proscenios, y los actores, gente del pueblo, entran al escenario. Y mi vieja entre ellos. La Berta se yergue con entusiasmo a prueba de todo. Y está bella y luminosa. Yo sé que seguramente yo la veo así porque es mi vieja, pero no me importa. Poco importa que este amor de nido me distorsione la vista o me la aclare. Agradezco el regalo de estar viéndola  tan bella, y se me traba un nudo en la garganta.

Y no me gasto en contener las lágrimas que de todos modos me brotan solas. No importa lo que pueda pensar el que piense algo. No me interesa explicarme a mí mismo por qué me abrazan estas ganas de sonreír y llorar al mismo tiempo, ni me interesa preguntarme porque parece tan lógico que ambas me convivan mezcladas en el pecho. Es un sentimiento, y nada más, que me atraviesa y se queda conmigo, y que me voy a guardar en el bolsillo, para cuando necesite acordarme de lo lindo que es amar a mi mamá.

jueves, 10 de octubre de 2013

Final del Día

Intento despejarte las sombras de la frente con mis dedos de uñas cortas. Trato de ver a través de las ventanas cerradas de tus ojos, que intentan ver a través de las ventanas cerradas de mis ojos. A veces corremos la cortina...

Algunos pensamientos te vuelan lejos, a otros mundos, otras tierras y otros tiempos, y algunos se posan en la palma de mi mano y hacen nido en el apretón de tu mano.

Con mi mano en tu pecho, cuido que a tu corazón no se le escape un sentimiento ni le entre una pesadilla. Aunque, de todos modos, no tengo antídoto contra mis propias pesadillas, y a veces los sueños me remueven el cuerpo y te despierto de una sacudón inconsciente en medio de la madrugada.

En el lazo entre tus brazos y los míos, la nena hace su cuna, y suspira profundo y con ruido. Se despide con un beso de lengüetazo, y si hace frío, esconde la nariz. Si hace calor, no dura mucho tiempo acuchada y al ratito nomás se aleja y se estira todo lo que puede a los pies de la cama.

Tenemos el sueño desparejo: tu vigilia dura hasta un buen rato después de que yo apagué mis luces, y yo me amanezco cuando a vos todavía te quedan un par de horas por dormir.

Algunas noches no querés quedarte solo y buscás mantenerme despierto. Pero los párpados y el cansancio me pesan, y aunque trate de mantenerme a flote, me hundo sin querer en la almohada, y ya no vuelvo hasta la mañana.

lunes, 7 de octubre de 2013

La vuelta

Un día, el Pelado volvió.

No sé si se había ido, o si estaba escondido o encerrado. Pero el tema es que yo no lo veía. Es posible que nunca se haya ido, que siempre haya estado acá, pero yo no lo encontraba. Lo estuve buscando mucho, con amor, con bronca, con miedo, ansiosamente y de todas las formas que se me ocurrieron, pero no lo podía encontrar. Cuanto más lo buscaba, más lo espantaba y más lo fastidiaba, y él más se escondía.

Me resigné a pensar que se había ido, a pensar que ya no volvería, porque tal vez nunca había existido: tal vez el Pelado del que me había enamorado era fruto de mi imaginación y de mis ganas, y cuando lo había dejado de imaginar, simplemente había dejado de existir. Intenté aceptar a la persona que había tomado su lugar, pero no llegaba a conocerla. La verdad se me mezclaba con la intención, la realidad con el cuento, y de tan escondido en sí mismo que estaba el Pelado extraño, tan lejos de mí hacia adentro se escondía, que por mucho tiempo me sentí sólo. Por lo que él me decía, él también se sentía igual. Nos habíamos vuelto viejos desconocidos que compartíamos soledades, pero no llegábamos a acompañarnos. Nos comunicábamos a fuerza de las charlas vacías de lo cotidiano, y despilfarrábamos discusiones en intentos estériles de entender por qué nos habíamos convertido en lo que nos habíamos convertido. Nos prodigábamos abrazos a mansalva, abrazos que se parecían mas al agarrotamiento del náufrago que se aferra a una tabla flotante, que a los abrazos que acercan pecho con pecho y alma con alma.

Pero un día, supe que había empezado a volver. Me costó creerlo al principio.

Empezó a volver una tarde que me esperó sentado en el sofá improvisado de nuestro patio/balcón, con la Pomarola hecha un ovillito en la falda. Me conto que había estado pensando mucho, y que no quería seguir con esto, que había tomado una decisión. Me dijo, cargado de angustia, "si no puedo parar, me voy a internar".

Y lo abrace, sin saber que esperar.

Pero se ve que el miedo a la resolución tan drástica que el mismo había tomado, lo hizo huir. Salió corriendo despavorido del escondrijo oscuro en el que se había escondido, y a tientas pero con firmeza el Pelado que yo conocía rastreo la huella de vuelta a casa, conmigo. Como el buzo que sin aire patalea hacia la superficie, o el minero que busca a los tumbos la salida de la cueva remontando un rayito de luz.

Y el itinerario de regreso no es fácil ni esta exento de dolor, ni tampoco hay mapas que seguir. Pero ya algunos destellos del Pelado que conocí se ven llegando a través de la neblina. Y no puedo estar más contento de lo que estoy por haberme quedado a esperarlo, y estar parado en el umbral viéndolo volver.