jueves, 4 de abril de 2013

Berta (2)

"Se me murió la gata", me dice la Berta por teléfono.

No tenía nombre la gata. Era hija de una gata anterior, Florinda. Le decíamos la gata rubia, por contraposición a su madre, que era una gata negra. Nunca le pusimos nombre, porque en un principio habíamos pensado en regalar a todos los gatitos de esa camada, y no íbamos a quedarnos con ninguno. Pero esta quedó, y era la más linda.

Me cuenta mi vieja que mi papá se despertó a las 4 de la madrugada para ir a trabajar, y la vió en la pieza de mi hermana, que ahora está vacía y sirve para las visitas. La gata estaba acostada en el piso, y pegaba un maullido bajito y lastimero cuando la miraba. Ya era un gata viejita, pero no parecía.
Mi vieja se acostó al lado, y le acarició la cabeza toda la noche, calmándola. La tapó con una mantita, para darle calor, porque ya se sentía con frío. Dice que la gata se volvió a dormir bajo su caricia.
Cuando la Berta se despertó a la mañana, la gata rubia ya se había ido. Cuando el veterinario llegó, le dijo que aunque hubiera ido un día antes, ya no se habría podido hacer nada.

Se fue con el amor incondicional de mi vieja. Vivió con el amor incondicional de mi vieja.
La Berta se escuchaba triste. "Se me fue una compañeraza", me dice.

"Quiero una gatita chiquita". Puede parecer que reemplaza una mascota con otra. Puede que sea así. Pero mi vieja es así.
Mi vieja se da un tiempito para llorar, y sigue adelante. No va a dejar que la pena le impida volver a querer a otra mascota como la quiso a la que se fue. No se va a guardar el cariño que tiene para dar.
El amor se recicla.
Está bien.

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