jueves, 11 de julio de 2013

Casa

Casa.
Para cada uno queda en algún lugar distinto. Para todos es lo mismo.
Pero hago una salvedad: hablo de la casa en que cada uno de nosotros crecimos. La casa materna. El lugar al que, cuando llegamos, sentimos que estamos volviendo.

Esa casa, ese lugar, tiene un significado muy fuerte, aun cuando ya somos adultos. Y a veces, cuando pensamos en el lugar de dónde venimos, no remembramos la construcción en la que vivimos, sino el barrio, o la calle, a veces al país, o simplemente el cielo que estaba sobre nuestras cabezas cuando éramos chicos y mirábamos todo desde abajo. A veces es el lugar donde aprendimos a caminar, a veces es el lugar donde recordamos haber sido más felices. Es, en todo caso, el lugar que marca nuestra línea divisoria entre los verbos "ir" y "volver".

Para mi vieja, su casa es el río, creando un recoveco con la costa en algún lugar bajos los árboles en el Delta del Tigre. Es el agua del Espera bajando por la mañana y creciendo con la sudestada. Es un muelle de madera gastada que hace muchos años está a punto de ser llevado por la marea, pero se mantiene, firme y endeble a la vez.

Para mi viejo, son las calles de Pigüé, allá lejos de Capital, y los campos alrededor, con sus sierras bajas rompiendo la llanura. Con sus historias de bares y de campo, con una tumba en el cementerio esperando flores. Lugar del que partió para no volver, y al que siempre extraña. Nunca supe por qué nunca quiso volver.

Para mí es una casa con flores desprolijas en un jardín descuidado, con calle de tierra al frente, en Maschwitz. Con perros que me mueven la cola y me lamen las manos, no importa cuánto tiempo haya pasado desde la última vez. Es la mesa dónde mi vieja siempre tiene un plato para mí, y mi viejo siempre tiene una botella de vino por abrir para convidarme. Es mi habitación de techo bajo de madera, y el sauce al fondo mezclado con la parra.

Para el pelado, son las esquinas de Córdoba Capital, dónde Mario lo espera siempre, como amigo y como padre, para contarse las penas y las alegrías. Es la casa dónde Dolly llena las paredes de sus fotos, para que él sepa que siempre está presente ahí, aunque esté lejos. Son los hermanos y los sobrinos que lo extrañan. Son los amigos en la música y en el alma de un tiempo alegre que vuelve a encenderse como vela guardada cada vez que se vuelven a ver. Es el lugar donde guarda los planos de un sueño que fue y no fue, que pudo ser, que aún puede ser.

Volvemos a casa como guerreros después de la batalla, a curarnos las heridas, a afilar las armas. Volvemos a casa para sabernos cuidados por aquellos por quienes salimos a la vida para enorgullecerlos (por ellos o por sus recuerdos, da igual: los que se fueron siempre regresan cuando volvemos al lugar que compartimos con ellos).


Y veces, cuando volvemos a casa, volvemos a nosotros mismos, para encontrarnos con nuestro principio, para leer el índice de nuestra historia, y dar vuelta la página.

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