miércoles, 5 de febrero de 2014

El Loco


Me acuerdo que cuando era más chico, tenía la sensación presente de que yo podía conseguir cualquier cosa. Tenía un optimismo a toda prueba y una fe ciega en la humanidad: tenía toda una filosofía armada sobre el tema, y se la comentaba a todo aquel que me prestara oído.

Tenía la teoría de que toda la gente es inherentemente buena, y que si alguien te hacía algo malo, era por una de dos razones: a) lo hacía sin darse cuenta, o b) lo hacía porque había algo importante que no entendía. Entendía que hacer algo malo nunca era una opción razonable, porque (más allá del aspecto moral y ético) hacer algo malo es en última instancia impráctico o irracional. La respuesta más lógica para toda cuestión era por el lado de la cooperación o la búsqueda del bien común. Me sonaba justificable mi razonamiento hasta desde un punto de vista evolutivo y ecológico: para garantizar la supervivencia de la especie, y de la vida sobre la faz de la tierra, las decisiones mejor tomadas debían tener en cuenta en todos los casos al bien común, sin contemplar la posibilidad de egoísmos o agresividades.

Por ende, si alguien me hacía algún mal, era porque no se había dado cuenta o porque no entendía. Si no se había dado cuenta, yo tenía que explicarle. Y si no entendía, yo tenía que educarlo.

Sonaba hermoso el razonamiento. Y yo creía en el con toda mi convicción.

También creía que siempre es mejor confiar en la gente, a como diera lugar. No porque pensara que la gente no fuera a defraudarme nunca, sino porque creía que era mucho más la que ganaba confiando, que lo que me perdía por desconfiar.
Pensaba que la desconfianza solamente me llevaría a perderme de conocer a las personas y de aprehender todo lo bueno que cada uno tuviera para darme. Así que prefería confiar, enriquecerme de todo lo que esa confianza me brindara, y si luego me fallaban, no importaría, porque en última instancia lo que había recibido siempre sería infinitamente superior a lo que pudieran quitarme.

Además, creía que yo tenía la capacidad de conseguir todo lo que quisiera, de quien fuera, y en cualquier circunstancia. Conseguirlo era cuestión de tiempo. Si perseveraba lo suficiente, era capaz de alcanzar todo lo que me propusiera. Yo podía resolver el mundo, el mío y el de los demás. Solo tenía que darme tiempo y yo podía arreglar cualquier problema, propio o ajeno.

Así pensaba. Así creía.

En algún momento (no sé cuándo), eso se rompió. Se disolvió, se quebró, o se derrumbó.
A veces lo quisiera rearmar, reparar o reconstruir.
Pero no sé si puede.

Extraño pensar así.

No hay comentarios:

Publicar un comentario